jueves, 21 de mayo de 2009

LA MALDICIÓN DE TUTANKAMON


Nadie reparaba en el hecho que el Faraón fuera llamado Amón ( el oculto ), así que no era de extrañar que en cuanto ésta condición de oculto se perdió, la maldición ejerció su influencia.
Nadie daba importancia al hecho que Howard Carter, el descubridor de la tumba y por lo tanto la primera persona ( además de desconocidos saqueadores ) en entrar en el sagrado templo, no pareció sufrir la maldición. ¿Coincidencia?
Amón jamás ha muerto, siempre ha permanecido oculto moviéndose en el inframundo a través de los vientos, ya que él es su creador. Y jamás nadie que haya leído la maldición ha podido vivir para contar exactamente que era lo que decía. Nadie excepto Howard Carter.
Cuando Howard Carter entró en el Valle de los Reyes y descubrió la tumba de Tutankamon no supo que había vendido su alma al propio diablo. Amón estaba pacientemente disuelto en el viento de la cámara, escrutando la oscuridad con la sonrisa de quien se sabe vencedor en lo que hubiera sido su rostro, si éste hubiera sido corpóreo.
Siglos de visitas de pobres diablos llamados por las riquezas que guardaban su tumba habían merecido la pena.
Amón observó que la luz de una pequeña rendija se filtraba por un agujero y oyó las voces emocionadas de dos hombres apenas podían articular palabra.
- Bueno, ¿ves algo?- preguntó Lord Carnavaron al borde de la histeria.
- Veo…cosas maravillosas- le contestó un alucinado Howard Carter.
La rendija de luz se ensanchó seguida de un ruido ensordecedor y minutos después ambos hombres se hallaban en una enorme cámara llena de tesoros increíbles y tumbas gigantes. Amón se ensanchó en el viento fresco que provenía del exterior y observó detenidamente a Howard Carter, quien empezó a gritar de júbilo, recorriendo la estancia una y mil veces con la estupefacción y la alegría dibujadas en su cara. Amón se concentró en un bucle de aire, situándose en la nuca de Howard Carter, quien de repente sintió un escalofrío en la columna vertebral y la sensación de sentirse observado. Inspiró profundamente y al hacerlo Amón se instaló en su cuerpo.
Tres días después del descubrimiento Howard Carter empezó a sentirse extraño consigo mismo y a percatarse de cosas que escapaban a su lógica. Podía entender perfectamente las inscripciones y los jeroglíficos hallados en las diferentes tumbas, a pesar de no haber estudiado nunca esas artes. Los leía con la misma facilidad con la que leía en su idioma. Se sentía extrañamente inquieto y rebosante de energía y lo que era aún mejor: increíblemente poderoso.
Todo empezó en la última cámara, la dedicada especialmente a la tumba del Faraón. Carter sintió una agradable sensación de paz al descubrirla. Se puso a trabajar ávidamente en ella, pero como el silencio sepulcral de las tumbas lo mortificaba, decidió bajarse un canario para que con su canto le hiciera compañía mientras él trabajaba.
Un día en el que Carter leía una de las inscripciones de las tres tumbas halladas en la cámara del faraón, incapaz de concentrarse debido al canto del pájaro, su mente formuló un pensamiento: ojalá se callara de una vez ese máldito pájaro!
Acto seguido el canto del pájaro cesó y Carter vio como una cobra lo engullía por completo. Carter tragó saliva y durante unos instantes permaneció inmóvil. Sabia que algo no iba bien en él desde que abrió la tumba pero no había querido pensar en ello. Sabía que la voz que albergaba su cabeza no era la de su conciencia. Se puso en pie dirigiéndose a una enorme vasija dorada donde podía verse reflejado. Al mirarse no pudo ver su propio rostro. El joven Tutankamón en persona le sonreía desde la vasija.

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